La instalación de la Asamblea este 14 de mayo podría marcar un giro hacia la renovación y gobernabilidad.
El 14 de mayo de 2025, Ecuador instala una nueva Asamblea Nacional. El acto, más allá de su formalidad, representa una oportunidad real de cambio, una posibilidad para que el Legislativo recupere la confianza perdida ante los ciudadanos y encauce su rol de manera más constructiva y responsable. No se trata solo de un recambio de rostros, sino de una ocasión para refundar la relación entre el poder legislativo, el Ejecutivo y la sociedad.
Durante los últimos años, la Asamblea ha sido uno de los órganos con menor credibilidad ante la opinión pública. Diversos informes han mostrado una baja confianza en las instituciones en Ecuador. A esto se suman los constantes escándalos, pugnas internas, bloqueos sistemáticos y una fiscalización muchas veces politizada o sin resultados concretos.
Fiscalizar es una función esencial del poder legislativo. Pero debe hacerse con técnica, con responsabilidad y con propósito. No se puede convertir en una herramienta de chantaje político o en una vitrina de protagonismos. Del otro lado, tampoco es aceptable esperar una Asamblea complaciente, sumisa o alineada automáticamente con el Ejecutivo. El país necesita una institución deliberativa, que proponga leyes útilmente discutidas, que escuche a la ciudadanía y que contribuya a la gobernabilidad sin hipotecar su independencia.
Uno de los desafíos en el horizonte es el debate sobre posibles reformas estructurales, incluida la recurrente propuesta desde ciertos sectores políticos de convocar a una Asamblea Constituyente. Aunque no existe una convocatoria formal vigente, el escenario político ecuatoriano se ha caracterizado por la volatilidad, por lo que la actual Asamblea debe prepararse para estos posibles escenarios con madurez institucional.
Hay un dato esperanzador: buena parte de los nuevos asambleístas pertenece a una generación millennial. Esto, más que una moda demográfica, podría significar una renovación en la forma de ver y hacer política. Se espera de ellos una mayor conciencia digital, una mirada más horizontal, una cercanía real con los problemas ciudadanos y menos apego a las mañas tradicionales de la política ecuatoriana.
Además, el país enfrenta retos urgentes: seguridad, empleo, educación, salud, infraestructura, crisis carcelaria, y fortalecimiento institucional. Todos requieren leyes modernas, claras y aplicables. La Asamblea no puede encerrarse en debates identitarios ni en discusiones estériles. Su papel es claro: legislar para resolver, fiscalizar para corregir y representar para escuchar.
Se ha advertido sobre la necesidad de fortalecer los mecanismos de transparencia y rendición de cuentas dentro del Legislativo. La misma ciudadanía exige asambleístas más éticos, preparados y coherentes. Y es que la desconfianza no se revierte con discursos, sino con acciones sostenidas.
En este nuevo ciclo, la Asamblea tiene la posibilidad de iniciar una transición hacia una cultura política distinta. No perfecta, pero al menos comprometida con el interés común. Para eso, es necesario que se rompan las lógicas de trincheras, que se privilegie el debate de ideas y que se construyan mayorías útiles. Porque si todo se reduce a vetos cruzados, la política pierde y el país también.
La gobernabilidad en democracia no significa unanimidad ni uniformidad. Significa equilibrios, controles y cooperación. La Asamblea tiene en sus manos una parte clave de ese equilibrio. Su reto es estar a la altura de una ciudadanía que, aunque cansada, todavía espera.
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