Las cárceles no han logrado deshacerse del crimen organizado en Ecuador. Se hace necesaria una reestructuración.
Cuando el ministro del Interior, John Reimberg, afirma que el narcotráfico es el eje de la economía criminal, no está revelando una novedad: está poniendo nombre un problema que se evitó mirar de frente.
El crimen organizado no es solo violencia en las calles; es una estructura económica que se alimenta de rutas, dinero, logística, corrupción y, sobre todo, de un sistema penitenciario desbordado.
El reconocimiento de problemas estructurales en las cárceles es un punto de partida necesario. Durante demasiado tiempo, las prisiones ecuatorianas dejaron de ser espacios de rehabilitación para convertirse en centros de operación del delito.
La desnutrición, el consumo de drogas y el control interno por parte de bandas no son fenómenos aislados, sino síntomas de un Estado ausente durante años. Que hoy se hable de médicos permanentes, control tecnológico y nuevas infraestructuras es positivo, pero no suficiente si no se entiende que el problema es sistémico.
La construcción de una nueva cárcel con capacidad para más de 15 000 personas plantea una pregunta incómoda: ¿estamos ampliando la solución o simplemente el problema? Más celdas no significan automáticamente menos crimen.
Sin una política integral que combine control, rehabilitación, salud mental y ruptura de economías ilegales internas, el riesgo es reproducir los mismos vicios a mayor escala. La cárcel del Encuentro y la reconversión de La Roca muestran intención de orden, pero el desafío real es el control efectivo y sostenido.
El uso de tecnología para detectar rutas ilícitas y coordinar operaciones con las Fuerzas Armadas apunta al núcleo correcto: golpear la economía criminal. Los decomisos millonarios y la desarticulación de redes con alcance internacional confirman que el crimen organizado opera como empresa transnacional. Atacarlo requiere inteligencia, cooperación internacional y continuidad política, no solo golpes mediáticos.
Las cifras de detenciones por secuestro y extorsión reflejan dos lecturas. Por un lado, una respuesta más activa del Estado; por otro, la magnitud del daño social que estas economías ilegales han provocado.
La ampliación de la Unidad contra la Extorsión y el Secuestro es una señal adecuada, siempre que venga acompañada de recursos reales y evaluación constante de resultados.
Finalmente, el debate sobre la no prescripción de delitos graves toca una fibra sensible del sistema judicial. La impunidad no solo indigna: incentiva. Un Estado que permite que el tiempo sea aliado del criminal erosiona la confianza ciudadana y debilita la democracia.
El Ecuador enfrenta hoy una disyuntiva histórica: atacar el crimen como fenómeno estructural o seguir reaccionando a sus efectos más visibles, como las cárceles. Reconocer el problema es el primer paso. Resolverlo exige algo más difícil: coherencia, persistencia y una visión de largo plazo que no se diluya con el tiempo.
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