El ataque al Presidente en Cañar evidencia que la violencia no puede reemplazar el diálogo en democracia.
El intento de atentado contra el presidente Daniel Noboa, ocurrido la mañana del martes 7 de octubre de 2025 en el cantón El Tambo, provincia de Cañar, marca un punto de inflexión en las protestas que ya cumplen más de dos semanas en Ecuador.
La ministra del Ambiente y Energía, Inés Manzano, presentó la denuncia ante la Fiscalía General del Estado por “tentativa de asesinato contra el Presidente”. Cinco personas fueron detenidas tras el ataque, según confirmó el Ministerio del Interior.
El hecho ha generado una condena unánime dentro y fuera del país. La Organización de Estados Americanos (OEA) y varios gobiernos latinoamericanos —entre ellos Panamá, Chile, Colombia y Uruguay— expresaron su rechazo categórico al atentado, destacando que cualquier agresión contra un mandatario electo democráticamente constituye un atentado contra la institucionalidad del Estado.
Pero más allá del suceso puntual, este episodio plantea una pregunta de fondo: ¿qué ocurre con el carácter de la protesta social en Ecuador cuando la violencia empieza a ocupar el lugar del diálogo?
Las manifestaciones convocadas por la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) en rechazo a la eliminación del subsidio al diésel, decretada el 12 de septiembre, han dejado un saldo preocupante: enfrentamientos en Cotacachi, disturbios en la provincia de Imbabura, carreteras bloqueadas, negocios cerrados y pérdidas millonarias para el comercio y la producción. Según estimaciones de la Cámara de Industrias de Quito, las pérdidas diarias por paralización superan los 80 millones de dólares.
Los incidentes violentos registrados en Cañar y en otras provincias desdibujan el sentido legítimo del derecho a la protesta. El derecho a manifestarse está consagrado en la Constitución ecuatoriana, pero debe ejercerse de forma pacífica, sin afectar la integridad de las personas ni la estabilidad de las instituciones.
Cuando la violencia se convierte en el lenguaje predominante, la causa que se defiende pierde legitimidad y la democracia, su equilibrio más frágil.
No se trata de desconocer los motivos del descontento, sino de comprender que la violencia jamás ha resuelto los problemas estructurales del país. La historia ecuatoriana lo demuestra: los episodios de confrontación en 1997, 2005, 2019 o 2022 terminaron con crisis políticas profundas, pero sin soluciones sostenibles.
El desafío hoy es encontrar una salida política y social que evite repetir los errores del pasado. El Gobierno ha respondido con firmeza ante los actos violentos, pero también debe garantizar espacios reales de diálogo.
La ministra Manzano afirmó el lunes que “la democracia se defiende con leyes, no con violencia”, y esa frase resume la esencia del problema. Defender la institucionalidad no debe implicar reprimir a quienes piensan distinto, pero tampoco puede significar tolerar actos de fuerza disfrazados de movilización social.
Mientras tanto, las tensiones crecen. En Imbabura, los comerciantes mantienen sus negocios cerrados, el transporte es irregular y las actividades cotidianas se reducen a mínimos. Las amenazas de que las protestas lleguen a Quito reavivan el temor de un nuevo ciclo de confrontación. El país no puede darse ese lujo.
La violencia, en cualquiera de sus formas, no solo pone en riesgo la gobernabilidad, sino también la convivencia. Un atentado contra el Presidente no es un hecho político menor: es una advertencia sobre el nivel de degradación al que puede llegar una sociedad cuando el diálogo se percibe como debilidad y la fuerza como respuesta.
La lección histórica es clara. Cada vez que Ecuador ha optado por la confrontación, ha retrocedido. La democracia se sostiene en la capacidad de escuchar, no de eliminar al adversario.
La diferencia entre un país en crisis y un país sin retorno está en la voluntad de construir consensos, incluso entre quienes piensan distinto. Hoy, más que nunca, Ecuador necesita que esa voluntad prevalezca.
Fuente: https://www.elcomercio.com/